Lo primero que impacta es el contraste. Para los que venimos de la ciudad, esa cabaña “de vidrio” inmersa en el centro del paisaje
resulta una especie de alucinación. A la variedad de árboles se le suma el coro de las cotorras, las palomas, los teros... Y la calidad de la luz, que va cambiando a medida que transcurre el día para anclarse en un fulgor de tonos naranjas durante el interminable anochecer sobre el arroyo.
La cabaña Luna de Abril, construida de madera y vidrio, se vuelve una vidriera a través de la cuál es posible contemplar el entorno en
un arco de trescientos sesenta grados: hacia donde se mire se verá un tono de verde, un tornasol de luz, una impresión cromática imposible de describir. Pululan las puertas que comunican todos los ambientes, los detalles de buen gusto, la limpieza y el equipamiento más que suficiente para que la estadía se convierta en un disfrutar continuo. Con su piscina y su deck hacia el arroyo, los colibríes verdes y azules, el sonido de los álamos, es imposible no relajarse, no pensar en nada, no preguntarse si realmente uno tiene ganas de volverse a la ciudad. Por la noche, el silencio profundo parece provenir de la cantidad inusitada de estrellas que parecen
evolucionar alrededor de Claromecó en un devenir infinito.
Un capítulo aparte es la calidez de la gente que atiende el predio.
La buena onda y disposición permanentes de Eduardo y su mujer,
de los vecinos incluso, que hacen que la estadía resulte entrañable, además de placentera.
Uno de esos lugares que ya provocan las ganas -y la certeza- de que se volverá antes incluso de haberlos dejado. Un verdadero
gusto descubrir que aún quedan lugares así, donde uno sabe que puede refugiarse cuando se vuelven hostiles los avatares de la ciudad.
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